JUVENTUD SIN FUTURO
sábado, 28 de mayo de 2011
lunes, 9 de mayo de 2011
De aventuras se descompone la gente
Es magnífico e inquietante ser un viajero trepidante. Visitar lugares exóticos, ver paisajes que nada tienen que ver con los que acostumbras, conocer culturas distintas, comer comidas extrañas, familiarizarse con lo desconocido…
Cuando viajas de ida las ganas son inconmensurables, has leído guías, te han hablado del lugar, comienzas las vacaciones, y el viaje se te hace tremendamente largo porque quieres llegar ya. Cuando viajas de vuelta deseas perder el billete, que el avión se retrase, parar el tiempo, y el viaje se te hace tremendamente corto porque no quieres llegar nunca. Cuando tu estancia ha sido buena, se te ha pasado el tiempo a una velocidad vertiginosa y casi no has sido capaz de asimilar todo lo que has vivido y en el viaje de vuelta empiezas a recordar momentos, lugares, sensaciones y vuelves a desear no llegar nunca.
Es magnífico e inquietante ser un viajero trepidante, sobre todo cuando te entra la típica diarrea del viajero. Esos momentos son los más maravillosos. Cuando aparece en pleno viaje te acuerdas de todas las veces que has tomado hielos, alimentos sin cocinar y agua no embotellada, y dejas de añorar la tapita de jamón y la caña, sustituyéndolas por el papel higiénico que compra tu madre. Eres alérgico al pelo de perro pero en esos momentos quieres un scottex en tu vida. Sin embargo, cuando asoma cuando ya has vuelto a tu casa eres una persona tremendamente afortunada. No paras de oír, porque en estos casos los comentarios sobre tu estado digestivo se extienden como los del vestido de la novia en una boda real, “puff… menos mal que te ha dado aquí” y a ti te dan ganas de decir “¿qué pasa, cabrón, que además de tener el síndrome posvacacional me tengo que hundir en la mierda?”
Lo que yo decía, es magnífico e inquietante ser un viajero trepidante.
sábado, 7 de mayo de 2011
La mina del diablo
A casi 4.800 metros de altitud te falta el aliento, te sientes cansado y te duele la cabeza. Si a esos 4.800 metros se le suma una profundidad considerable dentro de una mina, hay que encomendarse al “Tío”. Hojas de coca, alcohol y sangre de llama.
Los túneles de las minas del Cerro Rico en Potosí, Bolivia, son interminables. Están llenos de tubos de aire y agua para hacerlo más soportable, hay agujeros y escaleras que llevan a distintos niveles, trozos de madera que hacen de puentes, se oyen implosiones, se inhalan gases y, al salir, la luz te ciega.
Una vez pasada la entrada entras en otro mundo lleno de oscuridad y polvo. Casi todos los mineros tienen silicosis (enfermedad crónica del aparato respiratorio producida por el polvo de sílice) y aún así pasan horas y horas picando las paredes. Las hojas de coca son imprescindibles para ellos, les quita el hambre, el cansancio y el sueño, y cada tres horas, aproximadamente, el gusto que desprenden comienza a agriarse. De esta manera son conscientes de que el tiempo pasa ahí dentro. La esperanza de vida es de 35-40 años, no tienen un sueldo fijo, no tienen seguro médico y, por supuesto, tampoco tienen jubilación.
Es conocida la expresión “se podía construir un puente de plata de Potosí a Madrid…”, la segunda parte es la que es menos conocida “… y un puente de huesos de Madrid a Potosí”. Con ocho millones de muertes desde la época colonial, “la montaña que come hombres”, como ha sido bautizada, también puede comer niños, y se puede ver en el documental La mina del diablo que cuenta la historia de Basilio, un niño de catorce años que trabaja en la mina.
Documental: La mina del diablo
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