A casi 4.800 metros de altitud te falta el aliento, te sientes cansado y te duele la cabeza. Si a esos 4.800 metros se le suma una profundidad considerable dentro de una mina, hay que encomendarse al “Tío”. Hojas de coca, alcohol y sangre de llama.
Los túneles de las minas del Cerro Rico en Potosí, Bolivia, son interminables. Están llenos de tubos de aire y agua para hacerlo más soportable, hay agujeros y escaleras que llevan a distintos niveles, trozos de madera que hacen de puentes, se oyen implosiones, se inhalan gases y, al salir, la luz te ciega.
Una vez pasada la entrada entras en otro mundo lleno de oscuridad y polvo. Casi todos los mineros tienen silicosis (enfermedad crónica del aparato respiratorio producida por el polvo de sílice) y aún así pasan horas y horas picando las paredes. Las hojas de coca son imprescindibles para ellos, les quita el hambre, el cansancio y el sueño, y cada tres horas, aproximadamente, el gusto que desprenden comienza a agriarse. De esta manera son conscientes de que el tiempo pasa ahí dentro. La esperanza de vida es de 35-40 años, no tienen un sueldo fijo, no tienen seguro médico y, por supuesto, tampoco tienen jubilación.
Es conocida la expresión “se podía construir un puente de plata de Potosí a Madrid…”, la segunda parte es la que es menos conocida “… y un puente de huesos de Madrid a Potosí”. Con ocho millones de muertes desde la época colonial, “la montaña que come hombres”, como ha sido bautizada, también puede comer niños, y se puede ver en el documental La mina del diablo que cuenta la historia de Basilio, un niño de catorce años que trabaja en la mina.
Documental: La mina del diablo
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