lunes, 9 de mayo de 2011

De aventuras se descompone la gente

Es magnífico e inquietante ser un viajero trepidante. Visitar lugares exóticos, ver paisajes que nada tienen que ver con los que acostumbras, conocer culturas distintas, comer comidas extrañas, familiarizarse con lo desconocido…
Cuando viajas de ida las ganas son inconmensurables, has leído guías, te han hablado del lugar, comienzas las vacaciones, y el viaje se te hace tremendamente largo porque quieres llegar ya. Cuando viajas de vuelta deseas perder el billete, que el avión se retrase, parar el tiempo, y el viaje se te hace tremendamente corto porque no quieres llegar nunca. Cuando tu estancia ha sido buena, se te ha pasado el tiempo a una velocidad vertiginosa y casi no has sido capaz de asimilar todo lo que has vivido y en el viaje de vuelta empiezas a recordar momentos, lugares, sensaciones y vuelves a desear no llegar nunca.
Es magnífico e inquietante ser un viajero trepidante, sobre todo cuando te entra la típica diarrea del viajero. Esos momentos son los más maravillosos. Cuando aparece en pleno viaje te acuerdas de todas las veces que has tomado hielos, alimentos sin cocinar y agua no embotellada, y dejas de añorar la tapita de jamón y la caña, sustituyéndolas por el papel higiénico que compra tu madre. Eres alérgico al pelo de perro pero en esos momentos quieres un scottex en tu vida. Sin embargo, cuando asoma cuando ya has vuelto a tu casa eres una persona tremendamente afortunada. No paras de oír, porque en estos casos los comentarios sobre tu estado digestivo se extienden como los del vestido de la novia en una boda real, “puff… menos mal que te ha dado aquí” y a ti te dan ganas de decir “¿qué pasa, cabrón, que además de tener el síndrome posvacacional me tengo que hundir en la mierda?”
Lo que yo decía, es magnífico e inquietante ser un viajero trepidante.

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